lunes, 25 de marzo de 2013

Primeras Impresiones V


 Las virtudes de un samurai, las verdaderas virtudes, estaban contenidas en el Bushido. Justicia, Coraje, Generosidad, Respeto, Honestidad, Honor, Lealtad... Todo ello era la base del camino del guerrero, un camino que algunos desdeñaban en favor de bagatelas y absurdos, olvidando que un samurai que pierde el Camino es como un leñador sin hacha. El Bushido era todo cuanto importaba.

Kaneka se preguntaba qué tenía que ver el Bushido con el teatro, que le aburría soberanamente. No veía gracia en las figuras de los actores que realizaban gestos afectados, ni belleza en una música atormentada, ni encanto en los rostros cubiertos de máscaras para que sólo el cuerpo hablara en simbólicos despropósitos. Como tantos entretenimientos cortesanos, no parecía tener mucho sentido. 

Suponía que por eso le tachaban de bárbaro sin modales. La perspectiva de pasarse unas horas allí, fingiendo encontrar interés en una actividad que le resultaba huera, le parecía abrumadora. Para disimular el hecho de que era posible que durante la actuación se quedara dormido, había buscado el rincón más oculto a la vista. No era como si le importara mucho tener buena visibilidad, sólo tenía que hacer acto de presencia. En ocasiones como aquella daba gracias a que fuese Naseru quien había resultado coronado Emperador... si hubiese sido él, hubiese tenido que soportar estoicamente aquellos juegos cortesanos.

O quizás no. Miró hacia el puesto preferente que ocupaba el pequeño de los tres hermanos, con su corona de oro en forma de hojas ciñiéndole las sienes y los pesados ropajes imperiales. No parecía que nadie obligara a Naseru a hacer nada que no quisiera... más bien al contrario. Pero el Yunque nunca había sido precisamente un modelo de virtudes samurai, o eso había pensado siempre Kaneka. Caprichoso, despiadado y cruel. Un niño mimado que sólo el Bastardo parecía ver tal y como era.

Durante la guerra, sin embargo, se encontraron varias veces y descubrió, reluctante, que algunos puntos positivos poseía el más joven de los Cuatro Vientos. Podía ser retorcido y manipulador, pero en el momento en que decidió que su hermana Tsudao debía ser el Emperador, había estado dispuesto a dar su vida por esa idea. Había realizado una cuidadosa estrategia para ser asesinado por Kaneka, sabiendo que éste le odiaba, cosa que habría dejado a la hermana mayor en la mejor posición para tomar el trono.

Pero más que eso, recordaba que lo que les había unido, lo que les había hecho llegar a la actual relación -tirante, pero pacífica-, había sido el sacrificio de Tsudao. Ella, quien se había adelantado para golpear al Señor Oscuro, colocándose en posición de debilidad pero salvando a sus hermanos, al Imperio. Ella, a la que los tres habían querido y admirado, cada uno a su manera, cada uno en la medida de su trato con ella. Kaneka había visto llorar en aquella ocasión a Naseru, la única vez que le había visto demudado. Ninguno de los dos había dicho media palabra al respecto después.

Y aquí estaban ahora, él como Shogun de los ejércitos del Imperio, miembro del pacífico Clan Fénix... y sin apellido ni afiliación. No había sido reconocido por su padre, no podía llamarse ni Akodo ni Toturi, así que había renunciado a unirse a ninguna otra familia. Era Kaneka. No hacía falta más.

Sumido en sus pensamientos, apenas sí se dio cuenta de que alguien se había acercado a su refugio hasta que oyó una voz femenina.

-Gomen nasai... ¿os molestaría si tomo asiento junto a vos, o esperáis a alguien? -el tono era educado, amable incluso. Kaneka miró hacia su interlocutora, a la que reconoció de inmediato: la pequeña Usagi que había montado el jaleo en su presentación. El Shogun se preguntó si ella sentiría tan poco interés como él por la función, o si simplemente era tímida. Pero la mirada con la que se enfrentó no tenía nada de apocada: era directa, repleta de amistosa curiosidad.

-Sentaos, está libre -respondió, devolviéndole la mirada. La muchacha era bonita, había que admitirlo, aunque de formas menudas y discretamente curvadas que no eran exactamente de su gusto. Él prefería, cuando se trataba de mujeres, a damas más hechas, firmes como la mano que sostiene la espada, con carácter... incluso mal carácter, en algunos casos. En cambio la pequeña Usagi, pese a su torpeza social, le daba la impresión de ser una futura dama más diplomática que directa, cosa que la hacía más agradable, es cierto, pero la alejaba de su estilo de pareja. Recordó cierta leona pelirroja de la que le habían hablado... la clase de mujer que golpea primero y pregunta después. Una sonrisa distraída se dibujó en sus labios-. Disculpad, ¿decíais, Usagi-san? -dijo, dándose cuenta de que no había escuchado la respuesta de la Usagi. Ésta se rió:

-Ah... ¿Oh-Kaneka-sama? -preguntó, mirando discretamente su Mon del Clan Shiba-. Gomen nasai, no os había reconocido sin la armadura... -hizo una profunda reverencia.

-Sería incómodo acudir al teatro vestido para la batalla, ¿neh? -respondió, con un punto de humor.

-Parecéis más pequeño sin ella -repuso la joven, con una amplia sonrisa. En aquel momento comenzó la actuación, con unas notas solitarias. La Usagi se irguió. Kaneka empezó a hablar, pero ella le chistó, sin ningún respeto, para que callara... Aquello le sorprendió, y entonces se fijó en el rostro de ella: tenía una expresión arrebatada, los ojos entrecerrados, la cabeza inclinada a un lado para captar cada sonido. Sumó dos y dos.

No se había sentado junto a él para pasar desapercibida, o por desinterés. Se había sentado allí porque era el lugar con mejor acústica. Alzó la vista al cielo, algo exasperado, y luego meneó la cabeza, divertido. Ella no le prestaba ya ninguna atención mientras era transportada al éxtasis por la música, con una fascinación evidente en cada pequeño gesto, en estremecimientos leves de reacción, en suspiros contenidos durante las pausas ya que respiraba muy levemente para no dejar escapar una sola nota.

Aquello casi hubiese sido divertido, si no fuera porque era tan... aburrido. Kaneka resopló, pero su acompañante le ignoró por completo. Hasta que la actuación finalizó, con un entusiasmo evidente del público que el Shogun supuso motivado sobre todo por la belleza y pericia de la bailarina principal, Akodo Kurako, la muchacha no volvió a prestarle atención. Cuando se volvió hacia él, tenía los ojos llenos de lágrimas de felicidad. Kaneka le tendió el pañuelo. Ella sonrió y se lo agradecidó con una inclinación de cabeza.

En aquel momento, la bailarina se adelantó hasta el puesto preferente donde se encontraba el Emperador y, con una delicada reverencia, le ofreció las flores que adornaban su pelo.

-Kurako-san... una de las Candidatas -le comentó él, señalando discretamente a la muchacha que había sido el centro de la actuación. Supuso que obviamente habrían montado la función para que así fuera, para lucimiento de la joven León...

-Es maravillosa, ¿neh? -repuso ella, sin pizca de envidia, mientras miraba con curiosidad cómo Toturi III rechazaba las flores desde lo alto de su puesto, una y dos veces como mandaba el ritual, antes de aceptarlas. Kurako las depositó a sus pies, a la suficiente distancia para no ser una amenaza pero lo bastante cerca como para poder dedicarle una sonrisa un punto más íntima de lo que hubiese sido desde más lejos, y luego se retiró, aparentemente respetuosa y sin haber vulnerado las leyes de la cortesía y el recato.

-Reconozco que el teatro no es precisamente mi pasión -respondió Kaneka, evitando comentar nada sobre la Akodo, que personalmente no le llamaba mucho la atención pese a su rostro de belleza sin par. Había algo en sus modos que le resultaba incongruente, y eso le desagradaba. Además, aquella antipatía era mútua, como bien sabía él, tal vez por el hecho de que Kaneka fuese un bastardo, o tal vez porque el Shogun había amenazado la vida de Naseru más de una vez.

Alguien debería explicarle a Kurako, si es que pretendía convertirse en la Emperatriz, que los tiempos de desconfianza e inquina entre Naseru y él habían terminado. Pero desde luego, no iba a ser él quien se tomara semejante molestia...

-Una lástima -le dijo Makoto-. La actuación ha sido fabulosa, y la música -sus ojos castaños se llenaron de una pasión ferviente- una auténtica delicia.

La gente, comentando y alabando la función, empezaba a retirarse del teatro. Kaneka se puso en pie, y la Usagi hizo lo mismo. La muchacha miraba distraídamente hacia el lugar donde se sentaba el Emperador. Kaneka suspiró e iba a echar a andar, cuando ella se detuvo e hizo una profunda reverencia.

El Shogun torció el cuello y se fijó en que su medio-hermano estaba mirando de lleno a la jovencita, respondiendo con una ligerísima inclinación de cabeza a la deferencia de su súbdita. Tuvo ganas de resoplar, pues aunque la etiqueta dictaba aquel intercambio de saludos como correcto, el que Naseru fuese objeto de tanta atención siempre le resultaba un tanto irritante. Volvió a mirar a la Usagi, y vio que sonreía, no con embeleso sino con un punto pícaro, como si estuviese recordando algo divertido. ¿En relación a su Emperador? Kaneka arqueó una ceja.

-¿En qué pensáis para sonreír de esa manera? -preguntó.

-Hoy he estado hablando con Oh-Sezaru-sama -respondió ella, desviando su atención del Emperador y fijándola de nuevo en su interlocutor, mientras ocultaba la sonrisa demasiado amplia tras la manga del kimono-. De muchas cosas... -Kaneka se la quedó mirando, preguntándose qué rayos le habría contado el Lobo a la pequeña Usagi para que ésta reaccionara así ante Toturi III. Ella simplemente añadió-. Es un hombre encantador, ¿neh?

-Supongo -repuso él, encogiéndose de hombros. La muchacha le contempló, pensativa.

-No tenéis mucho en común con él, ¿verdad?

-Nada, diría yo. Yo no me crié en un palacio rodeado de lujos...

-¿Os duele eso?

-¿Haber crecido rodeado de geishas, prostitutas, ladrones y asesinos en la ciudad más peligrosa del mundo? -respondió el Shogun, mirándola especulativamente y esperando su reacción. Ésta le sorprendió gratamente, ya que la moza demostraba no tener la cabeza precisamente llena de aire, ni ser prejuiciosa en exceso.

-No creo que creciérais completamente falto de afectos y valores -señaló la Usagi, con una sonrisa que no juzagaba, sino aceptaba y escuchaba, dispuesta a aprender. Rodeado como estaba las doce horas del día de cortesanos que en su mayoría le despreciaban, Kaneka apreció aquella comprensión como se merecía.

-No, ciertamente -respondió con honestidad-. Me ha hecho lo que soy... -se volvió hacia su medio-hermano, el hombre al que en algún momento había estado dispuesto a matar-. Él puede ser el Yunque, pero yo soy la Espada.

-No creo que tengáis nada que envidiarle -respondió la joven con velada admiración. La miró y sonrió ligeramente, dándose cuenta de que la suya era la admiración de una niña ingenua que veía en alguien no sus orígenes, sino la realización de ideales samurai. En cierto modo, le recordó a Tsudao: impulsiva, honorable, sincera... el tipo de persona que se sacrifica por otros sin dudar, que les inspira por su propia rectitud. Sintió una oleada de ternura fraternal hacia ella, aunque no pudo evitar contestar de nuevo con un exceso de sinceridad:

-Sólo un padre.

-Debió ser duro -dijo ella, bajando la mirada con cierta vergüenza al darse cuenta que había removido una vieja herida. Él asintió, y la joven bushi añadió-. Gomen nasai... no soy muy hábil en las conversciones.

-No es culpa vuestra -contestó Kaneka, dándose cuenta de que quizás había sido algo descortés al exhibir ante ella su única y verdadera nota de envidia hacia sus hermanos. La colocaba, involuntariamente, en una posición injusta al forzarla a disculparse por algo de lo que ella no había sido artífice, sólo porque se había sentido lo suficientemente cómodo con aquella niña como para sincerarse más de lo debido.

-Sóis un hombre generoso -respondió ella, volviendo a alzar la mirada hacia él. Al ver su gesto de sorpresa, aclaró-. Conmigo lo sóis, al menos...

-Los Clanes Menores fueron los únicos que me dieron cobijo cuando nadie más lo hacía. Es de rigor devolver la amabilidad recibida... Y vuestro Clan es íntegro.

Aquella pequeña personita pareció resplandecer ante aquella muestra de aprecio. Kaneka empezaba a sentir una punta de afectuosa diversión por la excesivamente ingenua Usagi. En aquel momento, ella se giró, abrió mucho los ojos y volvió a inclinarse hasta tocar el suelo con la frente, postrada. El Shogun no tuvo dificultad en adivinar quién se había acercado.

-Mi señor... -dijo ella.

-Buenas tardes, Makoto-san. Kaneka... -Naseru fue casi respetuoso con ella. No así con su medio hermano bastardo, al que mentó casi con descuido, antes de volverse de nuevo hacia la joven-.  Venid conmigo, Makoto-san. Cenaréis conmigo.

La Usagi alzó la mirada con asombro.

-Oh -repuso con voz débil.

-No parecéis muy contenta -indicó el Emperador, sin que su rostro mostrara si esto le contrariaba o no.

-¿No se te ha ocurrido pensar que ella podría tener otros planes? -intervino Kaneka, molesto ante la actitud de su medio-hermano.

-Kaneka-sama -susurró la Usagi, mirándole con ojos suplicantes. Él estuvo a punto de añadir algo más. Sus ojos negros reflejaban su ira, pero por el bien de la muchacha contuvo su cólera.

-Makoto-san seguramente estará encantada de cenar conmigo -indicó el Emperador, con tono neutro que Kaneka reconoció como un desafío. En momentos como aquel recordaba por qué había sentido tantas tentaciones de rebentarle la cabeza antaño-. ¿No es así, Makoto-san?

Y ahí estaba. La pobre chica asintió obedientemente, como no podía ser de otra forma ante su Emperador. Pero entonces ella habló, y Kaneka estuvo tentado de reír ante la rabia que por un segundo apareció en el único ojo de Toturi III... una rabia que reconoció, tan poderosa como la suya, pero con un origen mucho menos noble.

-Oh-Sezaru-sama me había invitado previamente, mi Señor... ¿Os importaría hacer extensiva vuestra invitación a él también? No querría dejarle de lado...

Oh, sí, una diplomática nata, pensó Kaneka divertido... la lástima es que no sabía contra quién se estaba jugando las castañas, como solía decirse. Y había conseguido enfurecer al pequeño Naseru. El Shogun contuvo una sonrisa sardónica.

-Podréis cenar con él otra noche -el notable autocontrol del Yunque evitó que su ira empañara su tono, pero Kaneka le conocía lo suficiente para hacerse cargo de que estaba presente. Ella se inclinó ante sus deseos, como no podía ser de otro modo, y Kaneka a su vez saludó dispuesto a alejarse. No estaba invitado, y además no quería ver como el caprichoso Naseru se aprovechaba de sus privilegios pisoteando la dignidad de la Usagi.

De nuevo ésta le sorprendió, deteniendo su marcha.

-¡Oh-Kaneka-sama! -se giró a mirarla. Los ojos de ella estaban fijos en él, y en sus iris castaños la admiración hacia el Shogun no había decrecido... y al parecer la actuación del Emperador no la había impresionado, más bien al contrario-. ¿Podríais transmitir mis discupas a Oh-Sezaru-sama? Decidle... -la joven se quedó sin palabras y meneó la cabeza.

Kaneka sonrió ligeramente. No cabía duda que la muchacha tenía arrestos.

-No podéis desobedecer al Emperador. Nadie puede -respondió con sencillez. Se inclinó ante ella, más profundamente de lo que dictaba la etiqueta, y ella le devolvió la reverencia. Luego él se giró y se marchó, notando el corazón más ligero y un punto de buen humor que no había estado presente con anterioridad.


Nota: Imagen extraída de la página http://www.angelfire.com/cantina/de_ale/japon.htm 
Aunque se trata de una foto Kabuki y no teatro Noh, me tomo una licencia artística dado que la ambientación de 5A está lejos de ser históricamente estricta en bien del color local y la jugabilidad. No se pretende infringir ningún copyright.

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