Sezaru tenía una fea intuición respecto a aquel asunto. No sabía por qué: la espiral trazada en la arena no tenía ningún significado maligno, y estaba de hecho medio borrada por la lluvia y por pisadas posteriores, aparte de torpemente trazada. Tampoco podía sentir que allí se hubiese realizado maho. La mayoría de las huellas que emborronaban el diseño eran de sirviente, con calzado sencillo de paja trenzada. El Magistrado que le acompañaba se fijaba en ese tipo de detalles, y se lo había señalado. Esto le sorprendió un poco: normalmente los criados cuidaban de no estropear las obras de jardinería zen, aunque había que reconocer que ésta era singularmente grande y era difícil pasar por el apartado lugar sin tocarlo. Sin embargo, algunas de las pisadas pasaban justo por el centro, con total descuido a las formas que estaban alterando.
-Un criado nunca habría tocado el diseño de un jardinero samurai -indicó el Magistrado, colando sus manos dentro del kimono para mantenerlas calientes. Sezaru asintió.
-¿Cuánto tiempo crees que tiene?
-No estoy seguro. Un Kitsuki especialista en este tema, o un Daidoji cazador nos podría dar más detalles, pero no creo que sea más antiguo de tres o cuatro días -el Kitsu contempló en silencio las huellas-. Y hay algo extraño... como si...
El Lobo contempló junto al León el suelo, frunciendo el ceño. Algo no cuadraba, pero no podía decir exactamente lo que era.
-Hay más huellas que salen del centro de la espiral de las que cruzan, creo -musitó dubitativo el Magistrado, mirando a Sezaru con aire intrigado. Éste asintió. No era un rastreador, pero lo que el Kitsu decía resultaba evidente, una vez uno sabía qué debía mirar. Luego se giró hacia los guardias Seppun.
-Avisad a Kaneka-sama. Quiero que la guardia refuerce la seguridad en torno a las estancias Imperiales. Tenemos intrusos.
***
Makoto se sentía como si fuera a hervir de dentro a fuera de pura vergüenza. Le había confesado a Ide Kotetsu que no podía mentir; lo que no sabía era hasta qué punto su lengua era capaz de traicionar cosas que ni sabía haber pensado. Supuso que hasta cierto punto era natural: el Emperador era, a todas luces, un hombre apuesto. Ella misma lo había reconocido. Y sin embargo, la expresión de aquel deseo parecía impropia de ella, que se sentía tan dulcemente próxima al fuego y la amabilidad de Sezaru. Los dos hermanos eran tan distintos... El Lobo era como un hogar cálido que podía devenir incendio incontrolable, mientras que Naseru podía ser gentil como una caricia de lluvia primaveral en el rostro, caprichoso como el viento, o imprevisible y destructivo como el tifón nacido de ambos... y en su centro reinaba la calma y el vacío.
Sí, era una buena metáfora. No había esperado poder sentir compasión hacia su Emperador, pues ni su amabilidad ni sus extravagancias le habían preparado para sentir aquella profunda soledad que parecía yacer en su corazón. Soledad y tristeza, tan profundas como una herida interna que sangrara sin que nadie supiese tratarla. En cierto sentido, él ya se había desnudado para ella de forma mucho más íntima que un mero descubrir su cuerpo. Y sin embargo...
-¡Naseru-sama, no estamos en los baños! -protestó ella, enrojeciendo violentamente ante la sonrisa llena de satisfacción y orgullo masculinos de él. Parecía tan regocijado ante su impropia petición como si Makoto le hubiese hecho un regalo inesperado. Supuso que también era natural, cuando todo el tiempo había estado declarando su preferencia por hombres mucho más sobrios, menos difíciles de tratar que él...
-Cierra los ojos -le ordenó él en tono implacable. Ella soltó una exclamación y se tapó los ojos con las manos, dándole la espalda. No le oyó reír, pero estaba segura de que por dentro lo hacía, como había estado segura antes de que él no mentía cuando le confesó estar tan aislado, tan imposibilitado de mostrar sus debilidades ante nadie. Pensó en Sezaru y Kaneka: ninguno de los dos podía en realidad mostrar empatía hacia aquella parte tan vulnerable del Emperador. Eran sus mayores, y habían competido por el trono contra él. Podían haber llegado a una tregua, podían quererle incluso, pero él no podía resquebrajar tan profundamente su autoridad como para refugiarse en ellos en busca de consuelo. Sin duda Naseru no carecía de ambición, pues de otra manera hubiese podido renunciar al trono que no le hacía feliz y buscar sus objetivos en otra parte. Pero no lo haría, no dejaría su puesto.
No debería haber estado tan segura, pero lo estaba. Como él bien había dicho, se conocían de hacía apenas unos días, y no habían hablado mucho, pero había una familiaridad entre ambos que no tenía nada que ver con el tiempo o con los ligámenes naturales. Makoto había sentido desde el principio una profunda afinidad hacia la familia imperial, que se había expresado de forma natural hacia Sezaru y Kaneka, y ahora... ahora también la hacía doblegarse ante Naseru de forma que no había esperado.
-Abre los ojos -le dijo él.
Makoto no quería hacerlo, pero la autoridad estaba ahí, el deber estaba ahí... y parte de ella deseaba realmente ceder, concederse a sí misma aquel antojo. Bajó las manos lentamente, y se quedó boquiabierta.
Naseru era espléndido de contemplar, con el cuerpo elegante y bien coordinado de un cortesano, pero con la musculatura y las cicatrices de un bushi. Podía no ser tan masivo como Kaneka o tan alto como Sezaru, pero cada uno de sus miembros desprendía equilibrio, fuerza, la belleza salvaje de un animal indómito. Fascinada como una niña ante un gato, tendió lentamente la mano hacia él para tocar aquel cuerpo magnífico, reseguir las marcas de guerra que le adornaban contando una historia de violencia y disciplina como quienes veían sus refinadas ropas de color de jade no hubiesen podido ni imaginar siquiera. Él se dejó acariciar por aquellas puntas de los dedos temblorosos, se dejó explorar lentamente mientras ella daba vueltas en torno a él, resiguiendo cada corte, cada señal, cada marca. Era obvio, incluso para alguien tan inexperto como Makoto, que aquella investigación no estaba dejándole indiferente: cierta parte de su anatomía estaba cobrando vida, pese a que su aliento no se había acelerado. Su ojo negro, sin embargo, nunca había parecido más ardiente y ni más intenso.
-Sóis como un león -susurró la muchacha, sin dejar de contemplar aquella bestia admirable que era el cuerpo bien entrenado de Naseru. Esto hizo que el hombre sonriera de nuevo.
-Técnicamente, soy un León -señaló, recordándole sus orígenes como Akodo. Ella rió nerviosamente.
-Lo sé -respondió, recordando cómo Kotetsu le había dicho que al presentarla a la familia imperial la estaban lanzando, literalmente, a los leones. Nunca pensó que podría ser devorada de aquella manera, por sentimientos que no comprendía, por anhelos que le hacían dar vueltas a la cabeza.
-Póntelo, Makoto -le dijo él, tendiéndole su kimono color jade.
-Tendría que quitarme el que llevo -intentó protestar ella débilmente. Él sonrió y se dio la vuelta. Makoto descubrió que no podía ni deshacerse el nudo del obi de tanto que le temblaban las manos-. ¿Naseru-sama...? No... no puedo -susurró, sintiendo el embarazo y otras emociones más turbulentas inundarla.
El Emperador, mucho más majestuoso en su desnudez de lo que podría estarlo en todas sus galas, se volvió hacia ella. Pese a su obvia excitación, se centró en liberarla de la seda que parecía estarle robando el aliento sin un sólo roce inapropiado, sin aprovecharse, estrictamente desnudándola con la misma destreza y eficiencia que podría haber tenido la propia Ai.
El olor de él, aquella mezcla de perfume sutil y caro con aromas más personales, más intrínsecos, la envolvió al mismo tiempo que el kimono de gala del Emperador. Jade y seda, té y cilantro, canela y sándalo, sudor e incienso, acero y ámbar, almizcle y azahar... Le temblaban las rodillas, y él la estaba mirando tan intensamente, desnudo bajo el sol del atardecer, rodeado del verdor del jardín y de las hojas rojizas de los arces...
Sí, era una buena metáfora. No había esperado poder sentir compasión hacia su Emperador, pues ni su amabilidad ni sus extravagancias le habían preparado para sentir aquella profunda soledad que parecía yacer en su corazón. Soledad y tristeza, tan profundas como una herida interna que sangrara sin que nadie supiese tratarla. En cierto sentido, él ya se había desnudado para ella de forma mucho más íntima que un mero descubrir su cuerpo. Y sin embargo...
-¡Naseru-sama, no estamos en los baños! -protestó ella, enrojeciendo violentamente ante la sonrisa llena de satisfacción y orgullo masculinos de él. Parecía tan regocijado ante su impropia petición como si Makoto le hubiese hecho un regalo inesperado. Supuso que también era natural, cuando todo el tiempo había estado declarando su preferencia por hombres mucho más sobrios, menos difíciles de tratar que él...
-Cierra los ojos -le ordenó él en tono implacable. Ella soltó una exclamación y se tapó los ojos con las manos, dándole la espalda. No le oyó reír, pero estaba segura de que por dentro lo hacía, como había estado segura antes de que él no mentía cuando le confesó estar tan aislado, tan imposibilitado de mostrar sus debilidades ante nadie. Pensó en Sezaru y Kaneka: ninguno de los dos podía en realidad mostrar empatía hacia aquella parte tan vulnerable del Emperador. Eran sus mayores, y habían competido por el trono contra él. Podían haber llegado a una tregua, podían quererle incluso, pero él no podía resquebrajar tan profundamente su autoridad como para refugiarse en ellos en busca de consuelo. Sin duda Naseru no carecía de ambición, pues de otra manera hubiese podido renunciar al trono que no le hacía feliz y buscar sus objetivos en otra parte. Pero no lo haría, no dejaría su puesto.
No debería haber estado tan segura, pero lo estaba. Como él bien había dicho, se conocían de hacía apenas unos días, y no habían hablado mucho, pero había una familiaridad entre ambos que no tenía nada que ver con el tiempo o con los ligámenes naturales. Makoto había sentido desde el principio una profunda afinidad hacia la familia imperial, que se había expresado de forma natural hacia Sezaru y Kaneka, y ahora... ahora también la hacía doblegarse ante Naseru de forma que no había esperado.
-Abre los ojos -le dijo él.
Makoto no quería hacerlo, pero la autoridad estaba ahí, el deber estaba ahí... y parte de ella deseaba realmente ceder, concederse a sí misma aquel antojo. Bajó las manos lentamente, y se quedó boquiabierta.
Naseru era espléndido de contemplar, con el cuerpo elegante y bien coordinado de un cortesano, pero con la musculatura y las cicatrices de un bushi. Podía no ser tan masivo como Kaneka o tan alto como Sezaru, pero cada uno de sus miembros desprendía equilibrio, fuerza, la belleza salvaje de un animal indómito. Fascinada como una niña ante un gato, tendió lentamente la mano hacia él para tocar aquel cuerpo magnífico, reseguir las marcas de guerra que le adornaban contando una historia de violencia y disciplina como quienes veían sus refinadas ropas de color de jade no hubiesen podido ni imaginar siquiera. Él se dejó acariciar por aquellas puntas de los dedos temblorosos, se dejó explorar lentamente mientras ella daba vueltas en torno a él, resiguiendo cada corte, cada señal, cada marca. Era obvio, incluso para alguien tan inexperto como Makoto, que aquella investigación no estaba dejándole indiferente: cierta parte de su anatomía estaba cobrando vida, pese a que su aliento no se había acelerado. Su ojo negro, sin embargo, nunca había parecido más ardiente y ni más intenso.
-Sóis como un león -susurró la muchacha, sin dejar de contemplar aquella bestia admirable que era el cuerpo bien entrenado de Naseru. Esto hizo que el hombre sonriera de nuevo.
-Técnicamente, soy un León -señaló, recordándole sus orígenes como Akodo. Ella rió nerviosamente.
-Lo sé -respondió, recordando cómo Kotetsu le había dicho que al presentarla a la familia imperial la estaban lanzando, literalmente, a los leones. Nunca pensó que podría ser devorada de aquella manera, por sentimientos que no comprendía, por anhelos que le hacían dar vueltas a la cabeza.
-Póntelo, Makoto -le dijo él, tendiéndole su kimono color jade.
-Tendría que quitarme el que llevo -intentó protestar ella débilmente. Él sonrió y se dio la vuelta. Makoto descubrió que no podía ni deshacerse el nudo del obi de tanto que le temblaban las manos-. ¿Naseru-sama...? No... no puedo -susurró, sintiendo el embarazo y otras emociones más turbulentas inundarla.
El Emperador, mucho más majestuoso en su desnudez de lo que podría estarlo en todas sus galas, se volvió hacia ella. Pese a su obvia excitación, se centró en liberarla de la seda que parecía estarle robando el aliento sin un sólo roce inapropiado, sin aprovecharse, estrictamente desnudándola con la misma destreza y eficiencia que podría haber tenido la propia Ai.
El olor de él, aquella mezcla de perfume sutil y caro con aromas más personales, más intrínsecos, la envolvió al mismo tiempo que el kimono de gala del Emperador. Jade y seda, té y cilantro, canela y sándalo, sudor e incienso, acero y ámbar, almizcle y azahar... Le temblaban las rodillas, y él la estaba mirando tan intensamente, desnudo bajo el sol del atardecer, rodeado del verdor del jardín y de las hojas rojizas de los arces...
Aunque reviviese la escena mil veces en su mente más tarde, sería incapaz de decir quién se adelantó hacia quién, quién inició el beso que volvió la luz otoñal más brillante, el colorido del jardín más exhuberante, su piel más tensa y cálida. En aquel instante no había tristeza, ni soledad, solo la alegría de quien se comparte con otro de la forma más generosa, intensa y vital posible. El kimono de color de jade cayó sobre el banco de piedra, formando un lecho duro pero bienvenido sobre el cuál Naseru la tendió, besándole el cuello, la cara, los labios, acariciando cada centímetro de su piel. Ella sólo podía pensar en cómo el dolor de él se había mudado tan bruscamente en una felicidad perfecta e infinita.
-Dame tu tristeza -le susurró.
-No... te daré sólo mi alegría, la poca que tengo -le respondió él en el mismo tono. Bajó por su cuerpo dedicándole besos y caricias que le hicieron gemir y arquearse involuntariamente.
-Iie... -protestó, obnuvilada por las sensaciones. Él la miró un instante.
-Dime que pare y pararé, lo juro...
Pero ella no le dijo que parara. No podía. La lengua de él la exploró a placer, llenándose del sabor de cada uno de los rincones de su femenidad, y ella podía decir no, pero no pedirle que se detuviera. Los dedos de él fueron igualmente lentos y metódicos, procurando deleite antes que dolor, y ella siguió protestando en voz baja, pero no le pidió que parara.
El placer era tan intenso que resultaba casi mareante. Makoto se dejó llevar, moviéndose de forma instintiva. Cuando la luz llegó, gritó como un pájaro herido, de forma aguda pero queda. Se mordió el labio inferior y dejó que él girara con ella abrazada, uniendo sus ingles para acariciarse mútuamente.
-Si me quieres, tómame -le dijo él en voz baja, ronca de deseo.
-Te quiero -respondió Makoto, y aquellas dos palabras, que no podían contener falsedad porque ella era incapaz de mentir, fueron como un sello sobre su destino.
El resto fue goce, risas y alegría. Él le puso su corona y el parche que cubría el hueco de su ojo, y ambos rieron como niños mientras bailaban la danza más antigua del mundo.